La contundente derrota en las elecciones legislativas en Buenos Aires, hacia el gobierno de Milei, es un serio reflejo del hartazgo ciudadano que no necesariamente significa un triunfo total del Peronismo.
El domingo pasado Argentina vivió una sacudida electoral, donde el peronismo se impuso con contundencia en las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires —donde vive el 40% del censo nacional— con 13 puntos de ventaja sobre las fuerzas del presidente Javier Milei.
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El mensaje fue preciso: el electorado rechaza un modelo construido desde las redes sociales, la arrogancia y las ofensas como método del gobierno pseudo-neoliberal.
También puede significar la calidad de conciencia cívica y política del pueblo de Argentina, donde parece haberse esfumado esa conciencia, comparada con la que algún día era referente americano. Hoy, su pueblo necesita retomar la política como el espacio del diálogo, no del insulto. Ese viraje implica tener la convicción de que no basta solamente con increpar al rival para gobernar. El voto como instrumento de corrección democrática ha recordado que solo la política institucional construye país, no la altanería.
Para Milei este resultado no es anecdótico; su odio al kirchnerismo ya no bastó como base de su gobierno. Puede servir para llegar al poder, pero no alcanza a construir un proyecto de país a largo plazo. La gobernabilidad no se alcanza con entusiasmo en redes, sino con respaldo real y legitimidad. Tampoco alcanza con despreciar todo lo construido en el pasado. Resulta también necesario, que se reconozcan, los logros alcanzados en medidas sociales, educación y salud gratuitas; mismos que alguna vez colocaron a Argentina como ejemplo regional. La bandera del superávit fiscal que enarbola el presidente no es un todo vale. Si lo que Milei atiende ahora son solo las críticas de los suyos, corre el riesgo de aislarse aún más. Debe buscar consenso y proponer un camino serio.
Por otra parte, el peronismo enfrenta serios problemas: renovarse sin caer en las grietas del pasado. El triunfo no debe interpretarse como luz verde para retomar viejas formas. Los votantes cansados de estructuras desgastadas, también se rebelan contra el peronismo de siempre. Hay que renovar cuadros, presentar nuevos líderes, saldar diferencias internas y ofrecer una visión coherente y moderna, más allá de los nombres clásicos. No basta con festejar el triunfo en Buenos Aires. Hay que transformar esa energía electoral en proyecto, solidaridad y esperanza tangible. La política debe reconectarse con la gente, no quedarse en el relato o en el pasado.
En un país que parece agotado por la ira, el voto es el reflejo de que la gente anhela otras maneras. No se trataba de elegir entre modelos irreconciliables, sino de decir basta a las malas formas, y de exigir reflejos democráticos que pongan la política de pie al Gobierno de Argentina.
Ahora cualquier corriente política que quiera levantar a ese país requiere liderazgo, no confrontación; responsabilidad, no espectáculo; acuerdos, no insultos. Aplausos digitales no construyen futuro y la revolución detrás de un escritorio no sirve; las urnas sí. Y la ciudadanía que habló con fuerza no tendrá paciencia infinita.