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viernes, septiembre 12, 2025
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¿Por qué viajamos?

Una de las preguntas más frecuentes que me han hecho a lo largo del tiempo es por qué viajo tanto. Y aunque en ocasiones he respondido con entusiasmo, y otras con cierto cansancio, la verdad es que siempre he sentido que la pregunta arrastra una trampa: la suposición de que existe una razón única, clara, definitiva. Y eso, creo, es un error muy extendido entre quienes habitamos el mundo actual –especialmente desde la mirada de la cultura occidental–: suponer que detrás de cada decisión debe haber una sola causa. Como si lo complejo tuviera que ser simplificado para poder ser comprendido.

Viajar no escapa a esa complejidad. Las motivaciones que nos llevan a hacerlo son múltiples, cambiantes, a veces incluso contradictorias. A menudo ni siquiera somos plenamente conscientes de ellas. Por eso, cuando alguien me pregunta por qué viajamos, lo más honesto sería responder: “porque sí”. No en el tono cínico o evasivo con que a veces se utiliza esa expresión, sino como una forma de aceptar que hay decisiones –como el amor, como la música que nos conmueve, como el deseo de vivir– que no pueden reducirse a una sola razón.

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¿Hacemos del viaje una forma de huida? Por supuesto. Se huye de la rutina, del miedo a estancarse, del tedio de los días idénticos. Se huye del riesgo de consumirse a uno mismo entre las mismas ideas, las mismas calles, las mismas personas. Se huye, incluso, de la soberbia provinciana que nos hace creer que ya todo ha sido visto, que no hay más mundo por descubrir, que no queda experiencia digna de ser vivida. Hay, en todo viajero, una fuga. A veces consciente, a veces silenciosa. Pero fuga, al fin.

Sin embargo, esa huida está siempre acompañada por una búsqueda. Se busca lo nuevo: lugares, sabores, rostros, paisajes. Pero también se busca lo propio, lo que aún no hemos descubierto en nosotros mismos. Lo que nos muestra el viaje, muchas veces, no es sólo el mundo, sino nuestras propias carencias, debilidades, prejuicios… y también nuestras fortalezas, nuestra capacidad de asombro, nuestra sensibilidad dormida. Se sale para ver mejor. Se escapa de la propia realidad para, en la distancia, poder apreciarla más nítidamente.

Alguien podría pensar que detrás del impulso de viajar hay una profunda insatisfacción. Y tal vez sí. Pero más que insatisfacción, lo que me parece que hay es una forma de insaciabilidad. Una conciencia viva de que la vida, generosa como ha sido con nosotros, todavía guarda más. Que lo conocido no agota lo que vale la pena conocer. Que entre más se explora, más se reconoce lo mucho que nos falta. Y que esa imposibilidad de abarcarlo todo no es motivo de angustia, sino de gratitud.

Los viajes no son sólo una escapada de la cotidianidad. También lo son de uno mismo, de la versión fija, encajada, repetida que tenemos de nosotros. Y en esa fuga temporal –porque todo viaje, incluso el más largo, es siempre transitorio– podemos asomarnos a otras versiones posibles de lo que somos. Como si en cada nueva ciudad se abriera la posibilidad de reconfigurar algo, de aprender algo más, de ser un poco distinto.

Viajar, en ese sentido, no es un lujo ni una evasión. Es una metáfora de la vida misma. Nuestra naturaleza profunda no es sedentaria. Eso que hoy llamamos “civilización” –la casa fija, la ciudad permanente, la pertenencia a un solo lugar– es una invención relativamente reciente. Durante la mayor parte de nuestra historia como especie, fuimos nómadas. Buscadores. Caminantes. Lo que nos mueve a viajar está anclado en ese origen: una pulsión que nos conecta con lo más primitivo, pero también con lo más profundamente humano.

¿Viajamos por libertad? ¿Por curiosidad? ¿Por hambre de mundo? Sí. Pero también por necesidad. Por esa necesidad, tan propia de nuestra especie, de no quedarnos quietos. Porque en el movimiento –en el salir, en el andar, en el regresar– vamos construyendo la historia de quienes somos. Y quizá por eso, aun cuando llegamos de vuelta a casa, sentimos que algo ha cambiado. Que el viaje no terminó en el aeropuerto o en la terminal. Que el viaje, en el fondo, continúa adentro.

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