La incipiente democracia mexicana, por desgracia ahora moribunda, jamás pudo lograr que las legislaturas estatales funcionaran como auténticos parlamentos, como centros vivos de discusión de ideas y de políticas públicas, como verdaderas asambleas legislativas, como órganos efectivos de control de la administración pública local por las vías –al menos– de la aprobación del presupuesto y la exigente rendición de cuentas. Nunca.