Incomprensible resulta el humor americano. Poco asiste al cine en territorio nacional. En sus setenta años le basta la felicidad de su hija mayor. Casada con ciudadano británico. Cada año pasa la semana santa y las fiestas navideñas en Londres.
Lo llevaron a disfrutar la comedia inglesa. No todas las situaciones le parecieron graciosas. Eso sí. Muy diferentes a lo vulgar. La elegancia de los histriones y la elegancia de la pronunciación.
Poesía pura en la obra de Sean Connery. Menos las exageraciones en el 007. Ahí los excluidos sociales sueñan escenarios, situaciones inverosímiles y muchas damas hermosas.
Todos los martes comienza la aventura. Camina del barrio residencial de clase alta. Selecta y desconocida para cualquier comunidad. Entre vecinos libaneses, judíos y primos mexicanos casados entre ellos.
Pide el servicio de taxi de aplicación. Su verdadera naturaleza le ordena el sidelnafil. En cuarenta minutos cronometrados con el Rolex, habrá pasado de la flacidez a la fuente de la eterna juventud.
Desciende afuera de la heladería. Ya potente precisa al conductor. Comeré helado de pistache. Doble ración sobre el barquillo de galleta.
Por la misma acera ya esta esperando la venezolana veinteañera. Lo recibe de beso francés. La noche vigorosa comienza ahí.
El conductor, la mañana siguiente, descubre tirada en la parte trasera la credencial de manejar. Medita sobre hacer el bien o desecharla. Oficialmente no existe ningún reclamo.
Cierra el impulso de pepe grillo. Se anuncia en la caseta de entrada. Traigo la credencial manejar. Ah otra vez perdido sus papeles.
En la puerta su esposa abre. Elegante con una sonrisa regiomontana. Restirada y contemporánea a su marido.
Esos días de dominó. Esta dormido. Déjame lo despierto. Lo llama por su primer nombre. Aparece blanco de emotividad. Al devolver la credencial le obsequia 100 pesos. Eso vale el secreto mejor guardado. Remembranza de una rosa chirriante a sus expensas.