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lunes, septiembre 8, 2025
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Ajedrez

Siempre igual, cambiante siempre como el mar, así es el infinito juego del ajedrez. La mente humana y las máquinas que los hombres han creado no acabarán jamás de reducir el término de las complicadas urdimbres que pueden tejer las treinta y dos figuras blancas y negras en los sesenta y cuatro escaques negros y blancos.

En Saltillo ha tenido el ajedrez cultivadores muy notables. Don Hugo Pimentel, amable, gentilísimo caballero, encontraba en el ajedrez descanso para las arduas fatigas de sus negocios. Don Francisco Charles salía de su trabajo de corrector de pruebas en “El Sol del Norte” e iba al café “Victoria”, donde veía salir el sol mientras disputaba una enconada partida cuyas exquisitas combinaciones hubieran firmado sin desdoro Paul Morphy o Philidor. Dudo que haya habido alguien tan bueno para resolver problemas –“mate en tres jugadas, mueven las blancas”– como don Eutimio Cuéllar, el queridísimo maestro Timo, que con su mente de prodigioso matemático descifraba las más complicadas combinaciones.

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Mucho antes que ellos, el señor licenciado don José María de Letona fue ajedrecista de corazón. “Tanto gusto y afición tomó por el complejo ajedrez –cuenta don Artemio de Valle Arizpe, su alumno– que más de una ocasión dijo en su casa que no lo perturbaran, que se iba a encerrar en su biblioteca a hacer algo muy importante. Y como el tiempo corría y aquel hombre continuaba encerrado a piedra y lodo, las buenas gentes de su familia creían que estaba atareadísimo escribiendo –¡bendito sea Dios!– alguno de los libros de que hablaba constantemente que iba a componer y que le producirían buenos dineros. Pero para que no se fatigara demasiado, pues ya en tantísimas horas de trabajo debería de haber escrito muchísimas cuartillas llenas de maciza erudición, lo forzaron a que abriera la puerta, y el hombre no había estado ante ningún papel, ni sus manos sostuvieron pluma ni lápiz alguno, sino que había permanecido absorto, embebecido, con el pensamiento todo derramado en el tablero de ajedrez que tenía delante, porque dizque estaba inventando unos insolubles gambitos que habían de dejar turulata a la humanidad entera”.

Pero la palma entre los más devotos ajedrecistas de Saltillo se la lleva aquel don Chuy del que nos habló García Rodríguez en una de sus sabrosas narraciones. Era tendero el tal don Chuy, y tenía un amigo que llegaba temprano a su tienda a jugar con él interminables partidas de ajedrez que por nada del mundo interrumpía el comerciante. Llegaba un niño y demandaba:

–Me da una pieza de pan, don Chuy.

–No hay –respondía él sin levantar la vista del tablero.

–Ahí están –decía el niño comprador.

Y sin quitar la mirada de las piezas, respondía contundente don Chuy:

–Están mosqueadas.

¡El natural instinto del comerciante, que es vender, cedía ante la desmesurada afición del ajedrecista, al que ni siquiera un rayo que hubiese caído junto a su silla habría hecho apartarse del tablero!

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